Nueve años después, puedo confesarlo: me he reunido con personal del Centro Nacional de Inteligencia. Palabrita del niño Jesús. Y no una, sino dos veces. Ocurrió cuando Soraya Saénz de Santamaría era vicepresidenta del Gobierno. Qué tiempos, por cierto: aquella gente decente a la que Carvajal hubiese dado la mano sin tener que lavársela después, no como ahora.
La buena mujer obtuvo el control del espionaje español, y decidió crear una división de análisis global, o algo así; no me acuerdo muy bien. Querían conocer lo que pasaba en los países de su entorno discretamente, a través de miradas distintas, agudas e inteligentes. Como, por ejemplo, la de un servidor. Yo vivía en Francia en la época, y uno de los economistas más preclaros que ha tenido España (ya fallecido; no daré su nombre porque deben prevalecer sus méritos, no sus errores. Y esto lo digo completamente en serio) les dio mi referencia. Imagínense mi cara cuando me llamaron por teléfono, pidiéndome cita sin hablarme de sus intenciones. Por supuesto dije que sí. A ver. No fuera ser que destaparan las facturas sin IVA que le pagué a un fontanero y me arruinaran la carrera.
Aunque aquello me parecía un disparate, yo había leído alguna novela de Javier Marías, y mi corazoncito albergaba cierta esperanza de ser captado para la causa del espionaje nacional. Oye, por unos dineros y en mi tiempo libre, hace ilusión… Sin embargo, aquello resultó mucho más prosaico. Venían un poco como la vieja del visillo pero en modo abogado del Estado. Recibí a Pepe y Pepa (los llamaremos así por razones de seguridad mundial) en mi minúsculo despacho, me dieron sus tarjetas (que si eres espía no sé para qué las tienes) y allí mismo, apretaditos los tres, me preguntaron de sopetón qué leches pasaba en Francia. Desdichados: no sabían lo que ocurre cuando me dan carrete. Tres horas los tuve sentados. Y aún quisieron volver otra vez. Les di la chapa pero bien, y es que el tema merecía por lo menos seis días. Eso sí, los cafés los pagué yo.
Aislado en mi feliz burbuja de expatriado, qué les iba a contar: pues lo que oía, veía, y me contaban. A saber, los tópicos consabidos: que cuando te bajas en la estación de cercanías de Châtelet-Les Halles parece que estás en Costa de Marfil, que los taxistas de origen portugués o italiano (no hay españoles) no soportan a los árabes, y que al famoso distrito 93 de Saint-Denis es mejor ir de día. Que los franceses de clase media no hacían más que quejarse a pesar de que les llueve dinero del Estado hasta por ir a clase de guitarra, y que todos me decían que era el país más socialista de Europa, incluso cuando lo gobernaba la derecha. Que todo el mundo estaba cabreado; que el tren olía mal y tenía averías cada dos por tres (inútil enviar allí a Óscar Puente: tampoco lo hubiese arreglado). Y sin embargo debo decirles, amigos, que Francia es la nación más bella sobre la tierra. No hay bares de tapas, es verdad, y llueve mucho. Y hay parisinos. Pero créanme cuando les digo que saben disfrutar de la vida.
Mis agentes del CNI alucinaban un poco. Vale con que Francia tiene una presión fiscal casi del 48%, mucho más que en España, pero si nos vamos a gasto per cápita, nos doblan en educación y en sanidad; son mejores en casi todos los datos: productividad, desempleo, corrupción, salario medio, innovación… Y, sin embargo, pregúntale la hora a un parisino camino de su trabajo. Se les pone una cara de mala leche que Santi Abascal, rompiendo con el PP, parece Sor Citröen.
“Francia es un paraíso poblado por gente que cree vivir en el infierno".
Sylvain Tesson
Evidentemente París no es Marsella, ni Lyon es el norte desindustrializado, ni la dinámica Nantes es el centro rural y agrícola machado por los impuestos al gasóleo. Pero no iba yo a hacerles a estos señores una radiografía completa del país sin cobrar un duro, y en horas de trabajo. Espero que, además de mí, fuesen a visitar a alguien más, porque si se vuelven a La Moncloa con lo que yo les dije igual le dicen a Soraya que podíamos recuperar el Rosellón y la Cerdaña.
Siempre se ha dicho que los franceses viven en la contradicción: en el fondo se mueren por tener un rey, pero luego les entran unas ganas locas de cortarle la cabeza. Y vuelta a empezar. Me perdí lo de los chalecos amarillos y la revuelta contra la reforma de las pensiones, porque ya estaba de vuelta en España, pero sufrí jornadas en las que volver a casa era una odisea: los empleados de ferrocarriles estaban en huelga salvaje porque a un conductor le habían pisado un juanete, y a los usuarios les parecía hasta bien. Los gobernantes no ayudaban, claro: Sarkozy era un señor hiperventilado al que se ve que su padre no le dio una buena infancia. Dijo que iba a refundar el capitalismo y mira dónde estamos. Hollande se iba en moto a ver a su amante, y con el casco parecía la hormiga atómica, pero regordeta. No se sabía muy bien cuándo trabajaba. Para colmo el terrorismo fanático golpeó al país con una dureza extrema1 y las estaciones de metro se llenaron de tiarrones con metralleta. Entonces apareció Macron.
Este señor, para quien no esté familiarizado con el país, sale de un laboratorio. Se llama escuela republicana + liceo que te cagas + escuela de preparación + grand école (universidad super elitista donde solo entran los más listos) + Escuela Nacional de Administración (un máster superexclusivo donde acaban todos los que quieren ser políticos, de derechas o de izquierdas). Puede que todo haya sido costeado con dinero público, pero ¿cuántos padres pueden aguantar diez años a unos superempollones engreídos en casa? Pues ya les digo yo: muy pocos. Los chicos salen de ese larguísimo ciclo formateados como robots: se sienten por encima del bien y del mal, piensan que todos los demás son más tontos que ellos, y no tardan ni un minuto en hacer una carrera profesional brillantísima en la empresa o en la administración pública, ayudándose entre ellos gracias a las conexiones creadas durante tantos años. Vamos, que se creen que son el cardenal Richelieu.
Ese principio de selección de los mejores para llevar las riendas del país está personificado a la perfección en el actual Monsieur le Président de la République. Y a la gente normal le jode un huevo. Es un tío tan preparado, tan listo, tan leído y tan todo que le acabas cogiendo tirria porque te habla como si fueras un niño que no entiende lo que es bueno para ti. Y ya se sabe que la verdad escuece.
El caso es que, en cuanto sales de París (que es como Madrid, pero al revés: en vez de fachorras predominan los bobos, pronúnciese bobós: bohemios burgueses, que son lo más woke2 que te puedes echar a la cara), la sensación que tiene el país es que está gobernado por una panda de listillos. Que encima te sube la edad de jubilación a la escandalosa edad de 64 años.
Dicho todo esto, y creo que aquí está el quid de la cuestión, ocurre que durante el siglo XIX a los franceses les dio por expoliar la mitad de África y de Asia. Claro, después los colonizados se han presentado en casa preguntando en correcto francés (porque tuvieron la mala idea de enseñarles a hablar su idioma) qué hay de cenar. Como los antiguos amos tuvieron mala conciencia, los metieron en unos barrios espantosos, que ríete tú de las casas sindicales de Franco, y los dejaron ahí quietos para que no estropeasen la estética de la Place Vendôme. Les pusieron un tren de cercanías para que fuesen a su trabajo de barrenderos, y ya tienes ahí la explicación del aspecto centroafricano de Châtelet-Les Halles. Entre pitos y flautas, la grandeur3, los treinta gloriosos y el gaullismo se han ido por la alcantarilla. Y, al igual que el meme de Julio Iglesias, lo saben. No veas cómo les fastidia.
Así que lo que pasa en Francia no deja de ser lo que ocurre en todas partes: periferias olvidadas, desbarajuste cultural producido por ellos mismos, élites engreídas que se han reído en la cara de la gente, una juventud que no se acuerda del pasado porque no le da la vida para encontrar piso; ah, y la globalización, que ha dejado a Europa convertida en un parque temático. Añádele una historia complicadísima, con colaboracionistas, antisemitas, racismo latente y un gusto por la autoflagelación muy exclusivo (y de muy buen gusto por cierto), y te sale un pollo de mil pares de narices.
A Macron el experimento de anticipar elecciones le ha salido como un churro. Se ha frenado a la extrema derecha (que, por mucho que se disfrace, es muy muy muy de derechas), pero han sacado un 33% de votos en la segunda vuelta. En realidad, ha sido una patada para adelante4, y a ver quién saca las castañas del fuego dentro de tres años, que hay presidenciales. El mandatario jupiterino parece que no. Pero, aunque no nos guste a los españoles, el país de los trescientos quesos todavía pinta mucho en el mundo, y hay que estar atentos.
Quizás lo más gracioso es que lo que ha pasado, pasa y pasará en Francia tiene interesantísimas y hasta divertidas repercusiones en España. Lo de Vox es de traca. Je t’aime-moi non plus, diría Serge Gainsbourg. Pero eso para otro día.
El miedo en la calle era realmente estremecedor. Nunca he visto una cosa igual. Se les quitaron las ganas de decir que ETA era un movimiento político.
Thomas Piketty llama a los progres franceses “izquierda brahmánica”. O sea, señores pontificando sobre las bondades del progresismo pero que no han visto una fábrica en su vida. Como yo.
A propósito de la grandeur: la letra de La Marsellesa es una auténtica salvajada, digna de la Convención del Partido Republicano. Pero no del francés, sino del de Estados Unidos. Una llamada a la degollina general.
El rugby es el verdadero deporte nacional francés.
Ignacio creo lo que expones es muy acertado y creo que es un texto que en pocos minutos puede dar una idea general de este país... que ciertamente es un verdadero paraíso. Hay elementos culturales que envidio y otros que no tanto. En general se vive bien en Francia y es un lugar estupendo que conocer.
Siendo un país mucho más avanzado que el nuestro, han gestionado muy mal la emigración. Si lo miras con perspectiva histórica, están pagando la factura de la colonización. A ver qué pasa.
Gracias por comentar.