Mañana se gradúan Sara, Elisabeth, Hakim, Lucas, Paula y Mussa (los nombres son ficticios), en el centro educativo en el que colaboro. Celebrarán que han obtenido el certificado de Educación Secundaria Obligatoria (ESO), algunos de ellos con los 25 años ya bien cumplidos. Recibirán también un certificado de profesionalidad como ayudantes de cocina, homologado por el SEPE.
Algunos, los menos, de estos hijos del fracaso escolar (o, en el caso de los inmigrantes, de la escolarización paupérrima o inexistente), proseguirán su formación; el resto deberá adentrarse en un mercado laboral donde ya llegan tarde, pero no tienen otra alternativa. Ganarán un 66% menos que los titulados universitarios, una distancia que nunca podrán recuperar porque en sus familias hubo disfunciones, conflictos, estrecheces y en ocasiones, pobreza.
Los universitarios españoles, por su parte, tendrán unos salarios inferiores a los de sus colegas alemanes (hasta un 50% menos, en términos reales), franceses, holandeses o ingleses, no porque sean peores estudiantes, sino porque son muchos: el 48% de los españoles entre 18 y 54 años tienen un título superior, una proporción superior a la de Alemania, Italia o incluso Francia; un porcentaje, además, 20 puntos superior al de hace veinte años. Tenemos, sin lugar a dudas, la generación mejor formada de la historia1, pero esta masa de graduados en educación terciaria no cuadra con nuestra baja productividad, el problema sangrante de nuestra economía2, y cuya primera consecuencia es el estancamiento de los salarios reales (todavía hoy, un 2,5% por debajo de los de 2019). El tejido empresarial español no es capaz de aprovechar un potencial humano evidente y ponerlo al servicio de una economía productiva. La universidad, por su parte, y salvo honrosas excepciones, tampoco parece haber tenido mucho éxito en acomodar su oferta a la del mercado laboral, y mucho menos en generar, a través de la investigación, nuevas oportunidades de negocio. A su endogamia y su desorientación hay que sumarle unos problemas de financiación producidos por causas ideológicas, que llegan en ocasiones al ahogamiento.
Por si fuera poco, un estudio reciente demuestra que el perfil de los jóvenes que acceden a la universidad guarda una fuerte correlación con el factor de siempre: la renta. Los hogares más pobres apenas cuentan con hijos realizando estudios superiores, mientras que el 64% de los jóvenes procedentes de las familias más ricas sí acuden a la universidad. Es más: los padres con estudios superiores tienen muchos más hijos en los campus que los que no los poseen. Para rematar, tan solo un 5% de los españoles hijos de inmigrantes (la llamada segunda generación) cursa estudios en la universidad, augurando una difícil integración de esos jóvenes que no se sienten, en el fondo, de ningún sitio. Salvo que sean ustedes partidarios de la frenología, y puedan identificar protuberancias en los cráneos de los pobres que justifiquen su bajo nivel de ingresos y su menor nivel de inteligencia, parece evidente que el acceso a la universidad, como muchas otras cosas, se hereda.
España se gasta unos 2.500 millones de euros al año en becas (en todos los ciclos educativos), 1.000 millones más que en 20183. Aproximadamente el 37% de los universitarios recibe algún tipo de ayuda, que van desde los 1.700€ a los 2.700€ al año, según criterios de renta y de residencia. El objetivo de las becas no es solamente aliviar la carga financiera de las familias con menor nivel de renta, sino que debería también contribuir a compensar el coste de oportunidad que representa excluir a un miembro de la familia de la generación de ingresos durante un largo periodo de tiempo. En este sentido, y pese a todos los esfuerzos realizados, estos importes son netamente insuficientes. Los segmentos de rentas más bajas no pueden ir a la universidad sencillamente porque no se lo pueden permitir. La expectativa de acceder a una escala salarial superior mediante cinco años de sacrificios y estudio, se desvanece en la medida en la que los ingresos familiares no permiten un esfuerzo semejante. El ascensor social está roto.
Esta es la tragedia de la democracia española, y me temo que la de muchas otras en Europa: la ruptura de una promesa, la del ascenso a la clase media, la del progreso personal basado en el mérito. Un ideal inalcanzable para muchos. El Estado social de derecho ya no es un proveedor de oportunidades, una herramienta en la que los más capaces (sin distinción de clase) puedan prosperar en una economía de mercado. Es más bien una red de protección donde a duras penas se evita el hundimiento de los más débiles.
Las razones de este fracaso de la socialdemocracia (que, con mayor o menor entusiasmo, han asumido todos los gobiernos españoles desde Felipe González4) son muy profundas, y desde luego exceden el alcance de este texto. Nuestro mundo, en el que el crecimiento parece estar detenido, acumula riqueza en vivienda mucho más que en actividades productivas, como dice
aquí. Estamos (tal vez) a la espera de una revolución en la productividad (que acarreará, seguramente, un tremendo impacto en el empleo a corto plazo), pero en Europa lleva años básicamente estancada. El mundo, en general, permite que el esfuerzo fiscal de los pobres sea proporcionalmente mayor al de los ricos5; a pesar de ello, a los primeros nos les llega lo suficiente y a los ricos siempre les parece demasiado. Las clases medias, pagadoras principales del sistema, no solo no perciben con claridad sus beneficios (excepto, ojo, las pensiones), sino que la amenaza de la precarización ha sustituido al sueño del progreso, empujándolos a un conservadurismo de piscina.Dice Paul Krugman que el gobierno federal norteamericano es, básicamente, una compañía de seguros con un ejército. Nosotros apenas tenemos de esto último (aunque parece que nos tendres que gastar más), pero sí que destinamos 190.000 millones de euros al año a pensiones de jubilación, es decir, casi tres veces y media más que a educación, y 1,8 veces más que a sanidad.
Luego nos escandalizamos de que entre los jóvenes se imponga una ideología de extrema derecha, que agitando los fantasmas del racismo, el machismo y el nacionalismo, consigue al menos erigirse en un movimiento antisistema contra una socialdemocracia que (escándalos aparte) ha resultado fallida o, siendo benévolos, ha perdido la brújula. Con todos estos datos, ¿con qué cara les digo a Sara, Elisabeth, Hakim, Lucas, Paula y Mussa que si esfuerzan podrán conseguir lo que se propongan? ¿Cómo les digo que no se dejen llevar por los cantos de sirena del fascismo6 que regresa, como siempre, atento al fracaso de la democracia?
Siendo sincero, ¿no debería pedirles que encuentren un trabajo rapidito, porque los necesito cotizando pero ya, para que yo pueda disfrutar de mi bien merecida jubilación?
Coda Musical
En estos días, además de mis alumnos, se están graduando muchos chavales. Aunque solo sea por el esfuerzo de estos chicos, vamos a celebrarlo.
Sin duda, el camino recorrido por la democracia española es impresionante.
La productividad en España es un problema, pero miren lo que pasa en Francia o en Italia… ¿de verdad queremos bajar a 37.5 horas semanales?
A pesar del innegable camino recorrido por nuestro país en el terreno educativo, seguimos estando a la cola en numerosos indicadores: el gasto público por alumno fue tan solo de 1.187€ en 2023, frente a los casi 2.000 de Francia, a la que superan tanto Alemania como Holanda y el Reino Unido, por ejemplo. Nuestro gasto público en educación está por debajo de la media de la OCDE, con un pobre 4.55%
A pesar de todo, desde el punto de vista estadístico, hay una clara correlación entre gasto educativo público y color ideológico del gobierno.
Ya lo dijo Warren Buffet: “Claro que hay una lucha de clases, pero es mi clase, la clase de los ricos, la que está librando esta guerra. Y la estamos ganando”.
Del impacto en las cuentas públicas que tendría el programa electoral de Vox, de aplicarse, mejor no hablar. Más o menos unos 90.000 millones adicionales de déficit. Otro día.
Veo que, de forma tangencial y perfectamente conectada, has hablado en un solo texto de los grandes problemas de la sociedad: el ascensor social roto, la clase media con una presión fiscal que no tienen los de la parte más alta, los jóvenes en situación de abandono... Y en estas aguas revueltas, nos han convencido a gran parte de la sociedad de que el enemigo viene de fuera, o es el que tiene menos recursos… lo que está haciendo que el fascismo suba como la espuma.
Ya decía Tony Judt que algo iba mal. Pero últimamente da la sensación de que estamos en una espiral destructiva y que nadie es capaz de dar con una solución que parezca viable.
Como bien dice María, hay que celebrar las hazañas de cualquier individuo, lo que no quita que después nos sintamos totalmente derrotados por el sistema.
Ignacio, espero tu post semanal donde siempre hay una mezcla de fina ironía, humor e información. Muy interesante. Normalmente te suelo responder con bastante humor y algo de ironía. En el post de hoy me es imposible: los datos que proporcionas son demoledores y dejan patente nuestro fracaso como sociedad.
No es solo el relato de una mala gestión política o de la torpeza institucional de turno. Es el retrato de una desconexión profunda entre quienes legislan y quienes viven las consecuencias reales de esas decisiones. Y esa brecha, lejos de estrecharse, se ensancha cada semana.
Da vértigo pensar en todo lo que estamos normalizando: la precariedad como peaje vital, la mentira como herramienta política, la falta de futuro como horizonte compartido. Y mientras tanto, el relato oficial nos pide paciencia, fe, o peor: indiferencia.
Gracias por poner el foco donde incomoda. Aunque a veces duela más que haga reír.