El último organito
La verdad que posee un viejo al final del camino me interesa más que la de una muchedumbre de jóvenes ansiosos de triunfo. Y, sin embargo, el futuro es suyo.
Hace tiempo que crucé la frontera del desinterés por las modas. Eso no me convierte, desde luego, en alguien mejor o más sabio: simplemente me hago mayor. Prefiero el aliento largo a la bocanada fresca, el poso que deja una lectura compleja, cuyos matices seguramente se me escaparon, al titular redactado apresuradamente para captar mi atención; el regusto de la canción mil veces escuchada a la última novedad musical, que ya no comprendo. Navego durante las horas del día por el océano de fuego de la tecnología, varando a veces en noticias escandalosas que en nada mejoran o empeoran la vida de mi país, y desde luego en alguna recomendación gastronómica, textil o turística que me sugiere, lo quiera o no, la pantalla de mi móvil. Aunque, es justo reconocerlo, la tecnología también me permite escuchar cosas muy interesantes durante mis paseos, a través de los podcasts, y leer antes de dormir mi selección de artículos de esta plataforma.
Por eso me es profundamente indiferente la polémica que veo en las noticias en torno al Festival de Eurovisión; y sobre todo, el festival mismo. Si envejecer es esto, es una buena cosa. Y entiendo que no me comprendan quienes, de unos años a esta parte, han tenido a bien rescatar del cajón aquel concurso arrasado por la modernidad y la caspa, y lo hayan depositado de nuevo entre nosotros como un asunto de actualidad. Me parece muy bien que jóvenes promesas del espectáculo se dejen la piel en cantar o berrear, según las cualidades de cada uno, melodías pegadizas o terribles, y en bailar coreografías que pueden costarles una fractura de pelvis. Les va la vida en ello: han elegido el oficio del espectáculo, y si te van a ver millones de personas (es el evento no deportivo más visto del mundo, leo por ahí), es normal querer aprovechar esa oportunidad. El futuro les pertenece.
Todas esas caras alegres, tensas por la emoción (o desilusión) de las votaciones, sudorosas tras el esfuerzo; el entusiasmo enlatado del público que parece animado con cartelas por un regidor; los análisis sesudos del sistema de voto, de las razones de nuestro enésimo fracaso, y la deprimente mezcolanza de bombas y canciones que ha llegado incluso a nuestro parlamento; todo eso palidece cuando veo la entrevista que le hacen a Héctor Alterio, por si no lo saben los lectores, un actor de 95 años que aún se pasea por los escenarios de España con la sola ayuda de su memoria, un atril y un pianista. Es el privilegio de quienes estamos suscritos al diario, o de los últimos románticos, haberla disfrutado.
De repente, como quien no quiere la cosa, Alterio se marca un tango1. El último organito, una pieza sublime y de composición tardía, pasados ya los tiempos del malevaje y los guapos, nos habla de una época pasada, de un arrabal que pronto será reclamo de turistas y que se prepara, contra su voluntad, a morir. Ayudado por su mujer y una carpetilla con la letra, el actor hispanoargentino declama la letra, sin melodía alguna, con la sola ayuda de un cuerpo casi centenario, unas manos enjutas y amoratadas, un cuello delgado y enhiesto. Su nariz aguileña, que siempre fue grande, emerge esdrújula como la proa de un buque sobre la calavera anciana, apenas cubierta por una piel fina que afila los pómulos y resalta el hundimiento de los ojos, en un anticipo de lo que ha de ser la muerte.
Sin embargo, le brillan las pupilas húmedas a Alterio. De una voz quebrada pero llena de vida le brotan las palabras sin apenas errores, las pausas precisas, la intensidad y la ternura necesarias. Los brazos vuelan, se aposentan en su pecho o quedan quietos en la mesa, acompasando su movimiento a un recitado hermoso y profundo, lleno de compasión hacia ese mundo que ya se fue, porque es el propio mundo del actor el que se va también, el que se escapa, inevitablemente, de sus labios y de sus dedos. De la misma manera que también el nuestro huye hacia adelante, exactamente a la misma velocidad. Solo que él lo sabe.
Conocer la verdad es, probablemente, llegar al final y entender que no llegarás a alcanzarla. En darse cuenta de que lo hecho es tan valioso como lo que dejaste de hacer, y que está bien. Comprender que el fracaso no fue no conseguir aquella meta que perseguiste, sino el no saber que estabas vivo cuando lo hacías. Que el triunfo no valió para nada si, llegado el momento de recitar el tango final, no comprendes que, verdaderamente, el éxito no tenía ningún valor, y que solo se trataba de cantar. Que no se trataba de ti, sino de los demás. Que quisieras seguir bailando eternamente con quienes te aman y con los que amaste, pero que, seguramente, esta ya es la última vez. Y hacerlo, no obstante, como si aún te quedasen mil funciones por representar. Como si fueses a empezar de nuevo.
Y apagarse, e irse.
Gracias, Alterio. Me resumió usted la vida, en tres minutos, con un tango. Pensándolo bien, no podría haber sido de otra forma.

Coda Musical
Era difícil encontrar una versión de este tango que se saliese del cánon. Mi amado Joan Manuel Serrat me la proporcionó.
El vídeo de ese momento mágico está aquí, pero no he querido incorporarlo a esta pobre sucesión de palabras porque entiendo que, aún siendo público (la familia lo cedió al periódico), la profunda intimidad que emana merece una contemplación privada. Y creo que, después de haberlo visto, me comprenderán.
Gracias, tengo un cariño especial a Alterio y a sus hijos por sus trabajos en el cine y en la tv (Malena y Aqui no hay quien viva me ayudaron tanto con el español!). A veces me gustaria tener alma argentina, para entrar en el misterio del tango y sentirlo tanto como ellos. Lei la entrevista de El Pais a Alterio, pero leerte a ti y a tus reflexiones ha sido un paso más allá
Qué necesario es leerte.
Tu texto es una meditación serena, de esas que no buscan imponer una idea, sino compartir una forma de estar en el mundo. Has tejido con calma una reflexión que no es nostalgia ni desdén, sino aceptación: de la edad, de los ciclos, del ruido ajeno y del silencio propio. Leerlo es como sentarse a tu lado en un banco y mirar el mundo pasar, con una mezcla de ternura, ironía y lucidez.
Gracias por recordarnos —con Alterio, con tu mirada— que envejecer también puede ser una forma de claridad. Que no todo lo que suena es música, ni todo lo que brilla, luz. Y que hay algo inmensamente valiente en seguir bailando, aunque ya no suene el organito.
Un abrazo lleno de respeto,
Pedro