Como cada quince días, hoy me correspondería escribir sobre un asunto serio; dejarme de bromas sobre los políticos que nos representan (esos personajes que son el reflejo de nuestra mediocridad, y a los que, por eso mismo, despreciamos), y abordar asuntos profundos y de enjundia, probablemente ayudado de un par de gráficos o de unas buenas referencias de datos o lecturas. Podría escribir, por ejemplo, sobre cómo los sistemas educativos occidentales se deterioran cada día, y cómo sus resultados son cada vez más pobres, dañando nuestra productividad y por lo tanto nuestra capacidad de competir en un mundo que se avecina más duro y difícil. Pero es que hace poco tiempo leí que un niño de 11 años, de nombre (ficticio) Sebastián, durmió un mes entero en el aeropuerto de Barajas. A él y a su madre los han acogido ya en un piso tutelado, y desde entonces no acompañan a a las 500 personas que pasan allí todas las noches.
Podría hablar de cómo el orden mundial se sacude cada mañana cuando un hombre de pelo naranja descerraja veinte mensajes en su propia red social y dicta órdenes ejecutivas como un poseso, vulnerando leyes y derechos fundamentales. Podría escribir sobre esa estrategia que persigue confundirnos, desbordarnos y finalmente rendirnos. Podría hacerme el listo y proclamar, sin tener en realidad la menor idea del asunto, que detrás de esa pantomima acechan afiladas visiones geoestratégicas; y que en realidad todo esto que sucede, en el fondo conviene. O podría decir que no, que en realidad la suerte de Occidente ya está echada, y que un cambio masivo se avecina en forma de crisis política, climática, demográfica y social; y que el trumpismo es solo el síntoma del corrimiento tectónico, y todo esas cosas que ustedes ya saben. Pero un niño de 11 años, de nombre (ficticio) Sebastián, durmió un mes entero en el aeropuerto de Barajas.
Tal vez debería echar un vistazo a mis estadísticas en Substack, y darme cuenta de que cuando me pongo ñoño, mis artículos gustan más que cuando muestro sin tapujos mis sesgos ideológicos o abro el frasco del vitriolo. Quizá debería añadir muchos más epítetos, que es lo que se hace cuando, en el fondo, no tiene uno nada nuevo que decir. A lo mejor sería bueno dejar de debatir sobre las bondades del libre mercado o de la intervención del Estado, y de lanzarme a debates sesudos sobre temas que no domino; tal vez sería más recomendable poner el acento en mis reflexiones íntimas y personales. Pero un niño de 11 años, de nombre (ficticio) Sebastián, durmió un mes entero en el aeropuerto de Barajas.
Podría enzarzarme en discusiones sobre si, en el fondo, las desigualdades son inevitables e incluso necesarias, o sobre la inevitabilidad de la corrupción en el poder. Discutir sobre si este es o no el mejor de los mundos posibles. Hablar de la crisis de la vivienda sin saber cuál es la solución, con la conciencia, cada vez más culpable, de pertenecer a una generación que ya tiene su piso pagado. Hacer números para entrar al trapo de la discusión sobre la sostenibilidad de las pensiones, y leer aún más libros para averiguar, con cierto conocimiento de causa, si otro camino es posible. Pero un niño de 11 años, de nombre (ficticio) Sebastián, durmió un mes entero en el aeropuerto de Barajas.
Podría contentarme con haber evitado, por mi parte, que mis hijos hayan tenido que pasar por ese trance. Asumir que ese logro no se debe solo a mis méritos, sino fundamentalmente al hecho de haber nacido en un lugar y un momento privilegiados, que me dieron cartas que, además, supe jugar. Podría aceptar que, en realidad, todo esto no le importa absolutamente nada al universo, y que bastante lejos ha llegado ya esta especie de primates que, en su gran mayoría, pasa las noches al abrigo de la lluvia y el frío después de milenios de penalidades. Y conceder que, en medio de esa fría indiferencia, la creencia en que las cosas podrían ser de otra manera no solo es absurda: es, además, profundamente cínica. Pero un niño de 11 años, de nombre (ficticio) Sebastián, durmió un mes entero en el aeropuerto de Barajas.
Y ¿qué quieren? A veces pienso que algo se podría hacer al respecto. Ahora, si me lo permiten, seguiré mirando para otro lado.
Coda musical
¿Qué tiene qué ver Bob Marley con todo esto? Pues que descubrí esta canción suya en la voz de Sinnead O’Connor, en una desgarradora versión de 1992. Pero prefiero dejarlos a ustedes con el original.
Has hablado de todo sin hablar. Bravo.
👏👏👏👏 hoy tan solo puedo aplaudirte y pensar en todo lo que has escrito e intentar digerirlo.