Cuenta Primo Levi, en Si esto es un hombre (libro que he tardado demasiados años en leer) que en cierta ocasión el Kapo (encargado) de su grupo de trabajo en el campo de concentración de Monowice, un tal Alex, se pringó la mano de una grasa negra y viscosa al retirar un cable del camino. Cuando Levi llegó hasta él, “sin odio y sin escarnio, Alex restregó la mano por mi espalda, la palma y el dorso, para limpiársela”. Convertido en un trapo en el que limpiarse, rebajado, sin malicia por parte de su carcelero, a la condición de cosa, el prisionero italiano se vale de esta anécdota (desprovista de crueldad física; la menos terrible, sin duda, de las que le ocurrieron o presenció en el Lager) para mostrarnos de una manera atroz el verdadero objetivo de los nazis: la supresión profunda de cualquier vestigio de humanidad en el prisionero, su transformación mediante gestos como ese en un animal cuyo único objetivo es sobrevivir cada día y que apenas vale para limpiarse en él.
Más allá de la perversión de quienes organizaron aquel sistema atroz, importa sobre todo la deshumanización del guardián, un alemán internado en el mismo campo que Levi, pero por actividades delictivas “comunes”. Al negar aquel la condición de persona a su inferior, simplemente por ser judío y él alemán, los nazis ya han ganado, porque han convertido en verdugos, o al menos en cómplices, a quienes asumen con normalidad que las cosas son así. Ellos también abandonan su condición de seres humanos, al desmostrar ser incapaces para la piedad, sea por miedo, rutina, seguidismo o incluso convicción.
En un apéndice de su libro redactado en 1976, Primo Levi alertaba de que “el fascismo estaba muy lejos de haber muerto, solo estaba escondido, enquistado; estaba mutando de piel, para presentarse con piel nueva, algo menos reconocible; algo más respetable, mejor adaptado al nuevo mundo […]”. Sobran los ejemplos de los que somos testigos cada día para comprobar la veracidad de esta frase. El desprecio y el odio al diferente en el que se basan los totalitarismos se han instalado en nuestra sociedad sin apenas contestación: las deportaciones ilegales de inmigrantes en Estados Unidos con el respaldo inmoral de un Tribunal Supremo que, algún día, pasará a los anales de la infamia, y el silencio casi general de la población; el asesinato cotidiano e indiscriminado, a manos de francotiradores del ejército israelí, de palestinos que acuden a los puntos de entrega de alimentos, en una escena que recuerda a una similar en La lista de Schindler; el hacinamiento de hombres, mujeres y niños africanos en polideportivos o centros de internamiento en Canarias o Lampedusa, a cuyas autoridades, desbordadas, se les obstaculiza o directamente niega el auxilio para atender a los recién llegados.
Inmigrantes latinos (cuánto odio esa palabra), palestinos o africanos, son transformados, para nuestra conveniente digestión mental, en potenciales delincuentes o terroristas, en miembros de una cultura ajena con la que nada tenemos que ver y que, por lo tanto no solo no son titulares de derechos civiles, sino tampoco humanos. Y así, poco a poco, los vamos convirtiendo en cosas, en conceptos difusos sin carne ni hueso, en objetos en los que limpiarnos las manos de grasa sin inmutarnos.
La Unión Europea acoge hoy en su seno un régimen fascista ( por supuesto, en el sentido reacomodado que señala Levi). Es innecesario hoy usar los mismos uniformes y repetir las mismas consignas que entonces: basta con adaptarse al nuevo signo de los tiempos, con utilizar las nuevas tecnologías digitales como en su época se usaron la radio y la prensa, con identificar nuevos culpables de la propia decadencia, con encastillarse en nuevos baluartes morales y raciales desde los que defender la ocupación brutal del poder. La Hungría de Víktor Orbán, que está desmantelando sistemáticamente el Estado de Derecho ante los ojos complacientes de Europa, ha limitado los derechos civiles, la libertad de expresión, metido en cintura a los tribunales, modificado en varias ocasiones la constitución. Sin embargo, su gobierno goza de derecho de voto (y por lo tanto de veto) en las instituciones europeas. Imagino que el “lebensraum” alemán exige que los mercados nacionales de Europa Central y del Este sigan bajo su órbita, consumiendo y produciendo productos teutones. Puede, incluso, que un cálculo de cinismo aterrador haya establecido, entre los dirigentes europeos, la convicción de que es mejor mantener a Hungría en el club que dejarla flotar hacia el campo gravitatorio de Rusia. La consecuencia es la misma: la violación de los derechos civiles en un país europeo no tiene apenas consecuencias para el dictador. Y lo que es peor: una vez quebradas las normas, los países democráticos no pueden resistir la tentación de escuchar los cantos de sirena del totalitarismo y abrazar sus métodos, siquiera parcialmente, con la excusa de luchar contra él.
Ante este descalabro moral por incomparecencia de los ciudadanos, un colectivo ha conseguido resistir el embate de Orbán y sus seguidores. Odio también la etiqueta LGTBQ+, porque creo que está incorrectamente formulada y porque en general no me gustan las etiquetas, pero quienes se agrupan bajo ella nos dieron una lección a todos el pasado sábado en las calles de Budapest. Desafiando la prohibición de la marcha del Orgullo (esa que tanto molesta a quienes dicen que ellos no hacen marchas heterosexuales), al menos 200.000 personas se manifestaron para celebrarla. El reyezuelo, que había contraprogramado con manifestaciones de ultraderecha, tuvo que ceder las calles a una multitud que quería, como cada año, celebrar que son diferentes.
Apenas he acudido a manifestaciones o mítines a lo largo de mi vida, pero pocas considero más justificadas que esta. Quienes dicen defender una Europa cristiana, quienes abogan por una familia basada en hombre y mujer (como la mía), contra cuya amenaza existencial dice luchar Orbán, deberían dar las gracias a los participantes en la marcha, porque su libertad también ha sido defendida el sábado; aunque ellos no lo sepan.

“La pluma es más poderosa que la espada”, dijo el poeta Edward Bulwer-Lytton; a buen seguro no se refería al poderoso ejercicio de libertad que cientos de miles de personas, con orientación o identidad sexual distintas a la mía, nos ofrecieron en Budapest el otro día. Maricas, maricones, sarasas, mariposones, bolleras, tortilleras, travestis, bujarrones, machorras, marimachas: quién sabe si, cuando pase esta edad que se avecina oscura (y lo peor está aún por venir), los europeos recordemos que esa gente, vestida con colores vistosos, tatuajes por doquier y torsos desnudos nos recordó, con su exuberancia y su descaro, que el respeto al diferente, la aceptación del otro incluso al precio de nuestra incomodidad más profunda, es la verdadera base de la libertad propia. Que fueron los primeros en luchar por no perder la suya.
Dijo Primo Levi: “tomando por patrón esta acción suya [la de Alex, el patrón que limpió su mano sobre su espalda], yo lo juzgo a él, a él y […] a los innumerables que fueron como él, grandes y pequeños, en Auschwitz y donde quiera”. Nosotros, los pequeños, aún podemos evitar ser como Alex.
Coda Musical
Si a alguien le interesa mover el esqueleto con una lista para el Orgullo de este año, la puede encontrar aquí. Yo les dejo con algo mucho más boomer, un cover que fue como un soplo de aire fresco en mis años mozos, aunque ahora parezca mainstream. Anda que no he bailado yo esto. Y qué prodigio de falsete, Jimmy Sommerville. Qué mariquita que eres, campeón.
He leído tu texto con atención y, sobre todo, con respeto. No solo por la gravedad de lo que aborda, sino porque en cada línea se intuye un compromiso que trasciende lo puramente intelectual. Ese es, para mí, el verdadero sentido de escribir: no solo contar, sino implicarse; no solo denunciar, sino cuidar lo que todavía se puede salvar.
Nombras a Primo Levi, y es inevitable no pensar en la necesidad —urgente, vital— de seguir leyendo a quienes, como él, hicieron del testimonio una forma de resistencia. Frente al olvido, frente a la desmemoria interesada, frente a las narrativas que blanquean o diluyen, textos como Si esto es un hombre siguen funcionando como brújula ética. Gracias por traerlo de vuelta justo ahora, cuando más falta nos hace.
Lo que describes —la deshumanización progresiva, el uso instrumental del lenguaje para convertir al otro en cosa, el fascismo que se disfraza de sentido común— no es una distopía. Es presente. Un presente que muchos prefieren no mirar de frente porque incomoda, porque exige posicionarse, porque rompe la falsa neutralidad que a menudo se confunde con sensatez.
Y sin embargo, esa incomodidad es necesaria. Porque desde ella nace también la posibilidad de otra mirada. Una que no se rinde a los automatismos ni al miedo. Que reconoce la dignidad incluso donde la mayoría prefiere no detenerse. Que no aparta los ojos cuando ve a alguien tratado como un desecho. Que se atreve a llamar por su nombre a lo que otros prefieren disfrazar.
Te agradezco también el final: esa reivindicación del orgullo no como estridencia, sino como afirmación serena de existencia. Porque es ahí —en esa alegría incómoda, en esa libertad que desborda las etiquetas— donde se juega una parte esencial de nuestra idea de humanidad. El verdadero peligro no está solo en quienes atacan, sino en quienes miran hacia otro lado mientras se arrasan derechos.
Quiero pensar, como tú, que aún estamos a tiempo de no convertirnos en Alex. Y que escribir, desde la herida sanada, puede ser también una forma de resistir.
Con respeto y firmeza,
Gran texto, Ignacio.
Tristemente necesario :/