La mediocre realidad
Se murió Vargas Llosa. Es momento de escribir una elegía a un gran intelectual: aunque no me refiero a él.
No era consciente de ello durante mi niñez, pero en casa vivíamos con un gigante. Durante las noches de mi primera infancia, cuando me despertaba de madrugada para ir al baño, veía tras la puerta de cristales anaranjados del salón el resplandor que venía de un flexo metálico; al mismo tiempo, escuchaba el tecleo débil y prudente de una máquina de escribir que intentaba hacer el menor ruido posible1. Privado de tiempo por sus dos trabajos, mi padre escribía su tesis doctoral cuando todos dormíamos, alargando su esfuerzo, muchas noches, hasta las tres o las cuatro de la mañana. Por supuesto yo no lo sabía, pero se trataba de un denso análisis sobre la “Farsa y Licencia de la Reina Castiza” de Valle-Inclán, que aún conserva mi hermano, y que no he leído. Fue el primero de las decenas de aquellos tomos enormes (que redactarían sus doctorandos) con encuadernación especial, que habitarían junto a miles de libros en las paredes de la casa, cubiertas en casi todos los rincones por estanterías interminables. Aunque obtuvo la máxima calificación en el tribunal, la Universidad Complutense no quiso publicarla por un burdo cálculo político: Franco, pensaban sus responsables, no tardaría en morir (aunque aún le llevaría cinco años), y no convenía molestar a los Borbones, ni siquiera con la tesis de un desconocido sobre la furibunda y esperpéntica crítica de don Ramón María hacia la reina Isabel II. Para que ahora hablen de lo malos que son los woke.
Mi padre había llegado a Madrid para proseguir con sus estudios universitarios en 1949, dejando en Zaragoza a una familia sin padre, que hizo muchos sacrificios para que el hijo mediano, el estudioso, el más brillante, cursase una carrera vocacional (Filosofía y Letras no tenía otro valor práctico que el de ser una licenciatura que permitía abrir numerosas puertas laborales). El sacrificio de su madre y la renuncia de su hermano, no menos valioso, a estudiar medicina para asumir el negocio paterno lo sumieron en una melancolía infinita que solo aliviaba con los libros. Una sensación de éxito inmerecido lo acompañó toda su vida.
Con su título de doctor bajo el brazo, mi padre se especializó en un terreno aún poco explorado por entonces desde el punto de vista académico: la literatura hispanoamericana2. Eran los años del boom, y en general, apenas había profesores universitarios que conociesen con profundidad aquel campo, a pesar de que desde principios de siglo los autores en español del otro lado del Atlántico habían igualado, e incluso sobrepasado, el nivel de nuestra literatura nacional (pienso en Borges, Vallejo, Huidobro, Quiroga, Gallegos). Las letras hispanoamericanas eran vistas con cierto exotismo chovinista, y no dejaban de ser una rama más del árbol filológico hispano, fijado con autoridad inamovible por Ramón Menéndez Pidal. Él, sin embargo, optó por adentrarse en aquel océano de creatividad incomparable, que, en la poesía, había dado luz al modernismo y había abrazado las vanguardias con el mismo entusiasmo que nuestra generación del 27; y que llevaría la novela en castellano hacia nuevos horizontes que en España, salvo excepciones, nadie se había atrevido a explorar. Influidos por Dos Passos, Fitzgerald, Hemingway, Joyce y, sobre todo, Faulkner, unos jóvenes locos construyeron una obra monumental e innovadora basada en la realidad americana, tan colosal, tan distinta, tan igual. Mi padre se decidió a levantar para ellos un corpus crítico inmenso, elevando la disciplina naciente a un rigor académico que estuviese a la altura de aquellos autores.
Tras varios años como profesor no numerario, adjunto y agregado3, obtuvo una cátedra universitaria, primero en La Laguna, y después en su alma mater, la Universidad Complutense, de cuyo departamento de Literatura Hispanoamericana fue director muchos años. Sus hijos no sabíamos nada de sus méritos incontables4, y tan solo nos llegaban los ecos de sus viajes, sus congresos y sus ponencias, todas ellas precedidas siempre por el martilleo incansable de una máquina de escribir (ya eléctrica) durante horas, que no se detenía hasta dar con la frase precisa. Si alguna vez sus textos caían en mis manos adolescentes, los encontraba siempre incomprensibles y arduos, como si fueran el fruto de una mente ensimismada.
A casa llamaba gente cuyos nombres nada dirán a muchos hoy. El teléfono no dejaba de sonar a ninguna hora del día ni del fin de semana, y cuando respondíamos aburridos, eran José Manuel Blecua, Manuel Seco Serrano, Víctor García de la Concha, Fernando Lázaro Carreter, Alonso Zamora Vicente, Andrés Amorós o Francisco Rico los que preguntaban por su colega para una consulta, o para quedar en el café León, hoy desaparecido, en la calle de Alcalá. De vez en cuando las puertas del salón de casa se cerraban para una visita ilustre (no le negó su hospitalidad ni a Ernesto Giménez Caballero, un falangista de la primera hora), o alguna cena íntima con algún escritor o hispanista. Sus hijos vivíamos aquella sucesión de apellidos ilustres con normalidad, porque todos aquellos nombres no eran nadie, claro, para nosotros. Al contrario, despertábamos a nuestro padre de la siesta con nuestra hiperactividad juvenil, sin saber que eso le quitaría horas de sueño, pues debía seguir llenando, incansable, sus madrugadas de estudios y anotaciones, ya finalmente ante la pantalla de un ordenador que nunca llegó a comprender demasiado.
En las vacaciones, llenaba la mitad del maletero del coche con una enorme maleta naranja llena de libros, y en vez de bajar a la playa se pasaba la mañana escribiendo, repasando sus manuales, preparándose para un curso de verano en El Escorial, o puliendo la edición crítica de algún libro. Llegábamos de juerga con la amanecida y nos estaba esperando con el gesto severo, pues quizás no había dormido por la preocupación, y nosotros no veíamos al hombre prestigioso sino a un señor en pijama con el pelo alborotado. La nostalgia de su padre, su sensación permanente de deuda, su autoexigencia extrema, parecían incapacitarlo para disfrutar la vida. Fuera de casa, sin embargo, era una figura respetada por los americanistas de todo el mundo, quienes lo reconocían como el cronista5 de la explosión de aquel prodigio literario que habían sido las letras hispanoamericanas, el narrador de su madurez y el testigo de su desfallecimiento. Era el maestro de muchos de ellos. Y nosotros no éramos capaces de apreciar una sola línea suya.
Ejerció la opción de ser catedrático emérito, y la apuró hasta el final. Cuando ya no pudo dar más clases de su materia por haber rebasado el límite de edad, y en la Facultad era simplemente, don Luis, enseñó el español a los extranjeros (acabando su vida profesional, justamente, como la había comenzado); y cuando esa última puerta se cerró, sencillamente se dejó morir. Pocos años antes, el día en que recibió el doctorado Honoris Causa por la Universidad de La Laguna gracias al empeño impagable de un antiguo discípulo, empezamos a comprender quién había sido realmente nuestro padre.
Tenía tanto amor que, a pesar de repartirlo entre la literatura, su esposa, sus hijos, sus nietos y su tristeza, nunca nos faltó ni una gota, ni hubo nunca un reproche por nuestra irresponsable incapacidad para reconocer su tarea. Se entregó a la poesía, que fue su madre, su hija y su amante; podía recitar poemas completos de Neruda, Quevedo, Sor Juana Inés de la Cruz o Borges sin titubear en ningún verso. La novela fue su desafío intelectual, una pasión con la que descifrar el mundo americano, y con él la condición humana, a través del lenguaje barroco o vanguardista de sus escritores. Hispanoamérica fue su segunda patria, su paraíso inasible que nunca se cansó de visitar (vivió, antes de casarse, en Puerto Rico y en Argentina). No formó parte, sin embargo, de los eruditos a la violeta, ansiosos por aparecer en la prensa o en la televisión para lucir con suficiencia sus enormes conocimientos. Eligió ser testigo discreto de aquella época, el cooperante imprescindible para el triunfo de unos elegidos, que querían disfrutarlo sin compartirlo con nadie. No quiso dar el paso de convertirse en un creador tal vez porque sintió la llamada de la responsabilidad, el sentido inexcusable de un deber que pesó como una losa sobre su conciencia durante toda su vida. Pero sintió el amor por la literatura como una llamada personal, la lectura como una llave abridora de puertas hacia universos desconocidos. Algunos miserables y sórdidos, como los de la desgarradora escritura de Onetti o de Sábato; otros luminosos y musicales, como en las novelas exuberantes de Carpentier. Disfrutó del dominio del lenguaje del orfebre Borges, de la minuciosa poesía de Octavio Paz, del español clásico y suntuoso de Sor Juana, del preciosismo tropical de García Márquez y del gozoso y complejo arte de narrar de Vargas Llosa, haciendo de ellos sus compañeros, y del análisis de sus obras, su vida.
Dijo este último autor, en su discurso de aceptación del Nobel:
Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad.
Quizás mi padre era plenamente consciente de ello. Sabía que un mundo mejor solo era posible en la imaginación, que la vida solo vale la pena si la acompañamos de sueños. Si vivimos los sueños de otros, si somos esos otros, podemos combatir la monotonía de la existencia, refugiarnos de su cotidiana bajeza de miras, de su ramplonería. La mentira de la literatura es el Clavileño con el que sobrevolar la miseria que nos atrapa en cuerpos frágiles, llamados a la muerte. Seguramente por eso la eligió como una forma de vivir.
Era bueno, noble, amigable y tierno. Dejó de ser él mismo durante el último año de su vida, cuando la demencia comenzó a aparecer bajo su carácter apacible y hermoso. La enfermedad se lo llevó, afortunadamente, antes de que se fueran los recuerdos, y yo pude despedirme de él como se merecía.
Pero ahora que el difunto Vargas Llosa va dejando una estela espumosa de tinta, rebosante de merecidísimos elogios, ahora que el mundo llora la pérdida de un gran lector y un magnífico escritor a quien tanto debo en mis balbuceos literarios, y quien contribuyó a mi formación sentimental y humana (como, supongo, a la de tantos otros), siento que tenía que escribir este homenaje a mi padre, porque hace demasiados años que debía haberlo hecho6.
Coda Musical
Mi padre era un gran amante del fado. Sin sorpresa, yo también lo soy. Venga: denle una oportunidad. Qué tristeza. Y qué belleza.
No ese el primer recuerdo que tengo de mi padre, sino el de un hombre cariñoso que me agarra de la mano tras haberme perdido en el Parque de Berlín de Madrid, una mañana soleada de domingo; puede que de mayo. Vestía, como cada domingo, con traje y corbata, y por eso en mi extravío yo tiré del faldón de una chaqueta que me resultó familiar, pero que resultó ser de un señor con bigote. No sé dónde andará la fotografía que me ayudó a recomponer este recuerdo angustioso, y que nos muestra a ambos posando frente al sol de mediodía: yo aún congestionado por el llanto recién aliviado, él con su proverbial torpeza a la hora de enfrentarse a la cámara, que yo he heredado, consecuencia de su pudor infinito; pero con la mirada limpia que tienen los hombres buenos.
Nótese que digo Hispanoamericana y no Latinoamericana, pues ello incluiría a la literatura de la Guayana Francesa, Martinica, Guadalupe y Dominica, que yo (y sin ánimo de ofender, creo que casi nadie) no tengo el gusto de conocer. La literatura Iberoamericana, sin embargo, incluiría a la brasileña, que es también excelente.
En noviembre de 1972 publicó una reseña sobre “Historia de un deicidio”, el prodigioso análisis realizado por Mario Vargas Llosa en su famosa tesis doctoral sobre “Cien Años de Soledad”. Al parecer, asistió a la lectura de la tesis, pero la leyenda familiar dice que formó parte del tribunal examinador del ya consagrado escritor peruano y que estuvo presidido por Alonso Zamora Vicente. Ese dato, sin duda, es falso, pero la anécdota queda en el mundo de lo soñado, y por lo tanto, de lo real.
Fue el creador de una escuela de hispanoamericanistas, el diseccionador pionero y profundo de una literatura que lo sobrecogía, desde Juana Inés de la Cruz hasta el último Carlos Fuentes, pasando por la literatura gauchesca de Martín Fierro o la voz desgarrada de César Vallejo. Se especializó en Pablo Neruda y Rubén Darío, cuyo archivo personal heredó en custodia y llegó digitalizar. Viajó hasta los tiempos de la colonia, y hasta de Cortés, realizando una edición de la “Verdadera Historia de la Conquista de la Nueva España” de Bernal Díaz del Pulgar, que aún se consulta hoy.
Dirigió 36 tesis doctorales y participó en 147 tribunales como presidente, vocal o secretario. Las redes profesorales y de conocimiento que extendió con su generosidad llegaban hasta Corea del Sur, Chile o Nueva Zelanda. Conoció a muchos miembros del “boom”, llegando a entablar una bella amistad con Elena Poniatoswka y con Gonzalo Rojas, ambos premios Cervantes hispanoamericanos. Sufrió el alcoholismo agudo de Juan Carlos Onetti, cuya visita a la Universidad de La Laguna se vio truncada por el mutismo del novelista durante el acto central de la misma, hasta el punto de que fue mi padre quien tuvo que dar la charla sobre la universalidad del uruguayo como si él estuviese ausente, mientras Onetti permanecía en silencio, impertérrito, probablemente náufrago en el mar de whiskies que se había bebido aquella tarde.
Como dice
, citando a William Storr, “un ser humano no es sólo un saco de carne y huesos, es un conjunto de ideas”. Yo no sabía entonces que estaba heredando de mi padre “roles, rasgos, creencias, preferencias estéticas, aficiones, pertenencias a grupos, recuerdos, responsabilidades, miedos, esperanzas de futuro y mucho más”. Cargo con su pasado, sus traumas, sus ideas, su sentido del deber y la rectitud, su excesiva prudencia, y su nulo afán de protagonismo, y fui conformando con su historia familiar y personal una identidad que me hace ser quien soy hoy. Solo puedo, por lo tanto, estar agradecido.
Qué bonito, Ignacio. Gracias por acercarnos a tu padre y la ternura que despiertan tus líneas.
Que hermoso texto Ignacio, emotivo y cariñoso, hecho desde el corazón. Y que bonitos esos recuerdos.