Etimología del desconcierto
Los diccionarios pueden enseñarnos a hablar con propiedad de la caída del Orden Mundial
Recientemente la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDis) de Argentina publicó una nueva normativa sobre los grados de discapacidad intelectual que hacen merecedor de una pensión. Con este fin, se recuperaron viejas clasificaciones médicas como “idiota”, “imbécil” o “débil mental”. A los pocos días, los funcionarios que acababan de rescatar dichos términos para el lenguaje administrativo (tal vez deseosos de encajar con el vocabulario cotidiano de su gobierno) los retiraron alarmados por recibir de vuelta, y en cantidades industriales, los mismos calificativos. Pero no precisamente en el mismo sentido en que ellos lo habían plasmado en el decreto.
Y es que las palabras son, justamente, significantes, receptáculos de significados; y estos pueden cambiar con el uso, especialmente si tienen siglos de vida. Acudir a la etimología, por lo tanto, puede ser interesante para hablar con propiedad, especialmente en estos momentos en los que algunos opinadores parecen tenerlo todo muy claro porque son muy listos, y otros, más tontos, sufrimos de disonancia cognitiva. Veámoslo, por ejemplo, analizando las siguientes afirmaciones:
“Los votantes de Trump no son idiotas”
La palabra idiota es un ejemplo de esos avatares que experimentan las lenguas. Un ἰδιώτης idiṓtēs, un idiota, vaya, era en la antigua Grecia, un ciudadano privado medio que no ocupaba cargo público alguno. El término evolucionó para denominar aquellas personas que no mostraban interés por la cosa pública, y que solo se ocupaban de sus asuntos privados. A los griegos (varones libres, se entiende) esto no les hacía gracia, y el propio Pericles dijo que quien no participaba en los debates públicos era alguien "no falto de ambición sino absolutamente inútil”. De modo que ser llamado idiota dejó de tener tanta gracia.
Cuando la palabra pasó al latín, siguió sufriendo lo que se denomina una elipsis semántica, y acabó designando a alguien “tonto o corto de entendimiento”, significado que pasó al castellano. Y así llegamos al idiota clínico, una poco afortunada definición de un enfermo “cuyo estado de debilidad intelectual, se caracteriza por la ausencia casi completa de la actividad psíquica”. Nuestro Código Penal de 1995 suprimió por completo estos términos de su articulado, y es de suponer que la palabra no seguirá de paseo por la lengua castellana y se quedarán como está: un insulto, sinónimo de tonto, bobo, memo, simple, cretino, gaznápiro o imbécil, palabra esta con un recorrido igual de curioso1.
De manera que, en un sentido estricto, a los votantes de Trump no se los puede llamar idiotas (ni por lo tanto, ninguna de sus palabras homólogas), salvo que se los quiera ofender. No me voy a extender en ello, porque ya nos sabemos el argumento: las élites han abandonado a las clases populares, es lícito votar a cualquier cosa cuando lo demás no funciona, y todo eso que se nos está describiendo una y otra vez en esta interminable riada de tinta. Desesperados, han optado por una revolución.
Sí, puede que estemos asistiendo a algo parecido a una revolución, aunque no sea la que ellos piensan, y ni siquiera es seguro que triunfe. Optando por este hombre, quizás los votantes de Trump han cumplido con el papel que las gentes del común juegan en todas estas movidas históricas: ser carne de cañón y figurantes necesarios en los eventos de masas.
Así que tal vez sean idiṓtēs, personas que han decidido (consciente o inconscientemente, legítimamente hartos o terriblemente ignorantes) no participar en el debate público para mejorarlo; han preferido ignorarlo, incluso destruirlo y ponerlo en manos de una nueva élite que, cada vez más descaradamente, afirma no creer en la democracia. De nuevo, es una respuesta legítima, pero no exenta de consecuencias.
Puede que a los ciudadanos de Estados Unidos que han votado por Trump no les importe la suerte de Ucrania, y ni siquiera la de Europa. Pero una Ucrania derrotada y una Europa irrelevante, dividida o, peor aún, atrapada en el campo gravitatorio de Rusia, son una invitación a China para hincarle el diente a Taiwan. Los ciudadanos de Estados Unidos ya no tendrían chips que utilizar en sus coches y sus móviles, o lo harían bajo las condiciones de Xi Jinping. Tarde o temprano se darán cuenta de que desconectar su economía de un mundo global es sencillamente imposible.
Además, es posible que no les importe que unos tecnodescerebrados destruyan el poder blando de los Estados Unidos arrasando con la agencia nacional de cooperación, o que se despida a miles de empleados federales. Pero cuando los próximos presupuestos ahonden el déficit público (puesto que la bajada prevista de impuestos es mayor que la de los gastos) y el programa Medicaid sea reducido a cenizas, comprobarán que ellos eran los principales beneficiarios; y cuando la esperanza de vida y los indicadores de salud en los estados republicanos sigan empeorando (ya son los más bajos del país), no podrán culpar a las antiguas élites. Porque la revolución no es para ellos, sino sobre ellos. No sé si en ese momento, consumado un cambio histórico que no habrá mejorado sus vidas en absoluto porque nunca fue esa la intención, se darán cuenta de que han sido unos idiotas (y no quiero decir con esto que los que votan otra cosa sean más inteligentes). Pero insisto, no seré yo quien los insulte. Ya si eso, que se lo digan ellos mismos.
“Europa observa el viraje de Estados Unidos con estupefacción”
Estupefacción proviene del latín stupere (quedar paralizado o aturdido) y de factus, el participio del verbo facere. Este cultismo, que significa asombro, o estupor (lo cual no deja de ser una redundancia) viene al pelo para describir el estado de ánimo de los europeos, que nos hemos quedado paralizados ante la avalancha de cosas que están pasando, muchas de las cuales provocadas por un señor que, según nuestra óptica, no decía más que sandeces. Solo que no lo eran.
Desde luego, hemos sido unos idiṓtēs. No solamente hemos dejado nuestra tecnología y nuestra defensa en manos de un tercero que supuestamente compartía nuestros valores (y nuestra energía en manos de uno que no los compartía), sino que hemos ido despojando de contenido todo el edificio construido en torno al consenso de la segunda mitad del siglo XX., después de revoluciones sangrientas y millones de muertos. Lo hemos dejado reducido a un inestable andamiaje que llamamos Estado de Derecho, que no cumple ya con las promesas de bienestar, al menos para nuestros jóvenes. Por si fuera poco, la libertad de movimiento de capitales de la globalización que pensamos en nuestro beneficio, desplazó inversiones y mano de obra, y no pensamos que sería adecuado reemplazar la pérdida con productividad. Anda que vaya pandilla de idiṓtēs. Al comprobar la respuesta que los votantes norteamericanos han dado al mismo problema, nos hemos quedado, claro, estupefactos.
Nótese, por cierto, que de la misma raíz latina vienen las siguientes palabras:
Estúpido (que sí ha evolucionado conforme a las leyes de la evolución fonética del castellano): paralizados se han quedado los inversores en $Libra, al darse cuenta de que no eran tan inteligentes como pensaban.
Estupefaciente: las sustancias que consume Elon Musk en la conferencia de la CPAC antes de salir a escena, o minutos antes de intervenir en un consejo de Gobierno de Trump. Por eso a veces se queda como quieto.
Estupendo: esto, que en su origen me imagino que querría decir “que produce parálisis por el asombro”, pasó a significar, simplemente, que una cosa era muy positiva. Por ejemplo, los venezolanos que han votado a Donald Trump porque les parecía estupendo, y ven cómo sus primos y amigos están siendo deportados, experimentan en estos momentos espasmos etimológicos.
“Las democracias occidentales son, en realidad, unas maestras del cinismo”
Esta palabra sí que mola: proviene del latín cynismus y esta del griego κυνισμός, que viene de perro. Chúpate esa. Los cínicos eran los seguidores de un filósofo griego que se llamaba Antístenes (que no es un plato a base de berenjenas), y que daba clases en un gimnasio llamado Cinosargo, que significa “perro blanco, ágil o rápido”. Igual que Platón daba clases en un sitio de nombre Academia, y que era un bosque sagrado dedicado a un héroe griego de nombre Akádêmos2.
En otro curioso viraje de la semántica, ser un cínico no significa lo mismo que entonces: los filósofos de dicha escuela griega, además de ir al gimnasio de un perro, pensaban que la felicidad venía de seguir una vida simple y desapegada a las riquezas. En general iban hechos unos guarros y vivían con lo puesto, ironizando y burlándose de la gente que no comprendía cómo era eso de vivir en una tinaja.
Con el tiempo el concepto de cinismo fue cambiando, y pasó a significar, a partir del XVIII, “incredulidad en la sinceridad o la bondad de los motivos y acciones humanas”. Hoy la RAE lo define como “desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables”. Por ejemplo, dar dinero a Ucrania y luego comprar gas ruso por lo bajinis, o rasgarse las vestiduras por las lindezas que salen por la boquita de Trump y luego ir a ver a Zelensky a decirle que oye, que las tierras raras se las podría quedar Europa a cambio de pagar las armas. Todo eso un poquito cínico sí que es. Caprichos del destino que a nuestro presidente lo hayan acabado llamando “Perro” Sánchez.
Donald Trump, por ejemplo, no es cínico: él dijo que iba a hacer cosas nazis si lo eligen, y hace cosas nazis. Es nazi, pero es coherente. Lo cual, por alguna razón que se me escapa, es digno de alabanza.
Termino ya, con algo que me deja estupefacto: se afirma por ahí que Trump no es peor político que los líderes europeos. Esto, quizá, además de un ejercicio de cinismo, lo sea también de idiotez. No sé si de la acepción actual o de la antigua. Pero en fin, ya lo dijo Shakespeare en Rey Lear:
¡Desastrosos tiempos en que los locos sirven de guía a los ciegos!
A estas alturas, yo no sé si soy idiota, estúpido, ciego o loco, o soy un necio que se cree sabio. Con todo esto del shock and awe, bien, lo que es estar bien, no estoy. Tendré que seguir consultando el diccionario, o pasarme a La Isla de las Tentaciones.
Coda Musical
Por supuesto: “American Idiot”, de Greenday. No lo he podido evitar. Pero es que la canción es buenísima.
Un imbécil era en la antigua Roma una persona que no necesitaba bastón para caminar, y era por lo tanto alguien joven. Se asimiló juventud con inmadurez, inmadurez con falta de conocimientos, y llamar a alguien imbécil terminó siendo un insulto al tomarlo por tonto o falto de inteligencia. También la ciencia médica se apropió del término para su vocabulario, definiendo la imbecilidad como un “estado de debilidad intelectual caracterizado clínicamente por aptitudes psíquicas rudimentarias, consecutivas a un desarrollo cerebral insuficiente, congenital o adquirido”. El hecho de no necesitar bastón no da derecho, por lo tanto, a cobrar una pensión de incapacidad en la Argentina.
Es complicado, sí ¿y qué? Yo voy a tomar hamburguesas a un sitio que se llama Alfredo’s Barbacoa, sin saber que en realidad estoy cenando en una “estructura elevada de madera que los indígenas taínos usaban para descansar o curar la carne, propiedad del aconsejado por los elfos”. Búsquenlo y verán.