Coste de oportunidad
Conviene invertir en el futuro, dicen; el pasado, mejor dejarlo morir.
Como suele (y debe) ocurrir con Breiquin Nius, el tiempo que tardo en materializar mis ideas en torno a las noticias que me inspiran puede ser largo. Tanto, que a veces una buena pluma se me adelanta y hace casi siempre un mejor trabajo que el que yo hubiera sido capaz de realizar. Este es el caso del viaje de la señora Kristie Noem (secretaria de Segurida Nacional norteamericana) a El Salvador, un espeluznante espectáculo cuya estética (que era, precisamente sobre lo que me interesaba escribir) ha sido tratada ya por Noelía Ramírez aquí.
No importa. Mi admirado
vino al rescate publicando algo maravilloso, en este extraño e inasible tablón de anuncios que es Substack. Como hay que hacer de la necesidad virtud, y dije el otro día que había que apoyarse en hombros de gigantes, pues aquí estamos.El futuro
Hablar. Querer hablar. Querer hablar y no poder hacerlo. Asistir al (imaginablemente penoso) discurrir de la conciencia y guardarlo cada día en un sufrimiento silencioso, que llena de angustia cada despertar. Esperar, tal vez, que llegue la noche como una liberación. Comprenderlo todo y no poder participar de la conversación. Ver reducida tu capacidad de comunicación a gestos con la cabeza y el rostro, y sin embargo conservar tu capacidad lingüística intacta, queriendo salir a borbotones de un cerebro enclaustrado en un cuerpo paralizado desde la garganta hasta los pies, por culpa de un derrame en el tronco encefálico.
No resignarse a morir. Resistir durante veinte años a los embates de la propia mente contra las paredes que la encierran. Esperar que un día la tecnología te permita volver a cobrar significado como ser humano; que un ensamblaje de chips y cables y una conciencia externa animada por inteligencia artificial sea capaz de reconducir el impulso de hablar, la voluntad de mover tus cuerdas vocales; y que pueda interpretarlo y traducirlo en tu propia voz, extraída de un vídeo del día de tu boda. Estar agradecida por haber pronunciado entonces esas palabras melifluas y comunes, porque han servido para reconstruir tu identidad enjaulada veinte años después.
Obrar el milagro de rescatar del Hades a un muerto en vida. Tender una mano al cerebro, entre las rejas que lo aprisionan, y recuperarlo, aunque sea todavía de forma burda y sin embargo milagrosa. Devolverlo luego al silencio y dejarlo en una espera aterradora. Seguir trabajando, seguir confiando en el futuro, seguir invirtiendo miles de millones de dólares en una tecnología que tras haber sacado a una mente humana de un círculo del infierno de Dante (el de los enterrados cabeza abajo, mudos y espantados), podrá un día mover tendones, músculos, caderas, cuerdas vocales. Tocar con la punta de los dedos la inmortalidad, seguramente para unos pocos al principio, quizá algún día para muchos. Soñar con un mundo sin dolor, sin discapacidad y (terriblemente) sin muerte. En el que el precio a pagar sea estar conectados a una máquina. O convertirse en ella.
Ese el milagro de Ann. El primero de muchos que vendrán.
El pasado
Dos hombres cabizbajos se sientan en el espacio dejado por el portón abierto de una ambulancia, pintada con los colores del servicio asturiano de salud. Junto a ellos, un tercero, más joven, gime desconsolado sobre el suelo. Es un día de primavera, y la mujer que seca sus lágrimas con los dedos, apoyando el codo sobre el vehículo sanitario, ha debido anudarse al hombro el jersey que se puso esta mañana, porque a la muerte no tiene clemencia en los días soleados. Hace un rato los cuatro se abrazaban a la sombra de unos robles, cerca de la entrada de la mina Cerredo, esperanzados porque los servicios de rescate habían podido entrar al interior del pozo en busca de sus esposos, amigos, hijos, hermanos. Una historia vieja y repetida, reconocible para muchos de nosotros, un flash en nuestras memorias como si viniese de un tiempo que creíamos clausurado y que, a diferencia de aquellos años grises, regresa hoy teñido de los colores de una primavera que todos, incluidos los mineros accidentados, esperábamos de una vez.
Esa ilusión ha desaparecido. Les acaban de comunicar que cinco personas, sus esposos, amigos, hijos, hermanos, han perdido la vida en un lugar de desemparo, donde la tecnología ni está ni se la espera, donde, por supuesto, todas las inspecciones habían sido satisfactorias, y sin embargo, donde nadie sabe decir aún si había detectores de grisú.
Miles de personas despiden a los cinco muertos, estos sí, definitivamente destinados al silencio, desconectados del mundo por las leyes de la física y, seguramente, de la economía. Las familias acompañan a los féretros, rezumando hacia dentro su rencor y sus preguntas. No solo hacia el patrón, sino sobre todo hacia ese mundo que no quiere desaparecer, hacia esa tierra que contra toda lógica se sigue tragando a algunos de sus hijos de cuando en cuando, reclamando un tributo de huesos y carne en un ritual macabro, a cambio de algo de sustento para el resto. Los vecinos volverán a casa sabiendo que, más temprano que tarde, alguien volverá a bajar a los pozos, porque no habrá más remedio, porque para muchos, allí no hay nada más que eso. Dentro de poco la muerte de cinco mineros no será más que un recuerdo en una lista destinada a desleírse como un grumo en la espesa papilla de los malos recuerdos, que conviene olvidar. Y habrá sido, nuevamente, en vano.
Dicen que no hay más que dejar libre al dinero y a los incentivos que genera, para que el interés de unos y otros conduzca con fluidez invisible las iniciativas y los esfuerzos, hasta encontrar nuevos óptimos, hasta dar con los nuevos motores de la economía; el dinamismo, el progreso, lo equilibrarán todo. Dicen también que el futuro que nos aguarda está aún por determinar, y será tan distinto como el que nos separa hoy de nuestros antepasados de 1750. De momento, parece que la inteligencia artificial, ese nuevo dios al que no sabemos si adorar o temer, ese Golem que aún no sabemos si nos mejorará o tendrá que ser destruido, ha puesto su mirada en la voz de Ann, y perdón por la sinestesia. No cabe duda de que los beneficios escondidos en los recovecos de sus neuronas harán ricas a muchas personas mientras, desde luego, mejorarán la vida de otras tantas.
Parece evidente también que hay rincones de la economía donde el valor añadido por los humanos es aún bajo, y en los que el plazo de amortización de investigaciones colosales en mecánica para reemplazarlos es excesivamente largo, en comparación con el beneficio esperable. Donde aún vale la pena que el brazo de un hombre, empuñando un martillo neumático, ataque las paredes de roca, aun a riesgo de prescindir de su vida. Esto, decimos los economistas, se llama coste de oportunidad.
No se preocupen: cuando se alcancen las economías de escala, y los costes marginales lo permitan, tendremos robots camareros, cocineros, niñeros y hasta mineros. Diremos entonces, en ese momento del futuro, que estábamos locos, enviando niños a trabajar a las minas de cobalto en el Congo, o a meter a señores hechos y derechos en ascensores, en busca de vetas de minerales. Diremos que desaprovechábamos su potencial, su enorme capacidad, y nos veremos como bárbaros. Pero ese momento aún no ha llegado: esta gente tendrá que esperar. Son las leyes del mercado. La voz de Ann, la bendita y sufriente Ann, vale más que la de cinco hombres.
Coda Musical
Esta semana me voy a lo facilón. Pero la canción es bonita, y me conmueve.
Los mineros, como Ann, también necesitan a alguien que luche por darles voz. Tu artículo hace que por un momento se les escuche, aunque sea en silencio.